Consenso en torno al ajuste

Más allá de los intentos oficiales para destacar los datos económicos positivos y ocultar los negativos, está claro que nuestra economía se encuentra en una larga fase de estancamiento desde 2012 y en crisis abierta desde 2018, lo que hoy implica un escenario muy difícil para la clase trabajadora ocupada y desocupada. La subordinación inicial del gobierno del Frente de Todos al Fondo Monetario Internacional (FMI), legitimando una deuda ilegítima e impagable asumida por la administración de Juntos por el Cambio (JxC), se aceleró con la asunción de Sergio Massa al frente de un Superministerio de Economía en agosto pasado. Desde entonces, el ajuste para cumplir con los acuerdos con el Fondo pasó a ser la clave de la gestión.

En 2018, el FMI le otorgó al gobierno de Mauricio Macri el mayor préstamo en su historia, por 57.000 millones de dólares. Aunque al asumir Alberto Fernández frenó las últimas etapas del crédito, ya se habían tomado USD 44.000 millones, una cifra que hace imposible cualquier plan económico de crecimiento para un país con una constante escasez de dólares. Ante el problema de la sostenida incertidumbre con respecto a la acumulación de las reservas en el Banco Central (BCRA), el ministro Martín Guzmán procuró ir controlando la entrega de dólares a las empresas para la importación de insumos, pero la estrategia estalló a inicios de 2022 con los aumentos del precios internacionales de granos y combustibles por la guerra en Ucrania, lo que volvió a comprometer seriamente las finanzas públicas y a centrar otra vez la atención en las reservas de divisas. El escenario se volvió crítico, a pesar de que el gobierno del FdT fue el que más dólares recibió de las exportaciones del campo en los últimos 20 años (desde diciembre de 2019, el sector de oleaginosas y cereales liquidó exportaciones por USD 88.446 millones).

Con un Guzmán completamente desacreditado y en medio de una fuerte interna en el oficialismo en cuanto a si avanzar o no con el programa de quita de subsidios a los servicios públicos planificado por el ministro saliente, asumió Silvina Batakis en Economía para una brevísima gestión de diez días, uno de cuyos pocos “logros” fue el establecimiento de una “segmentación tarifaria” para el agua, el gas y la energía eléctrica, que se tradujo inmediatamente en aumentos escalonados de tarifas para la mayor parte de la población. Más allá de las diferencias tácticas y los gestos para la tribuna, ningún integrante del Gobierno cuestiona la estrategia de avanzar con el ajuste para pagarle al FMI.

Con la enésima corrida cambiaria en curso y una fuerte crisis de divisas, en agosto del año pasado las distintas facciones del oficialismo se pusieron de acuerdo para designar a Sergio Massa como titular de un “Superministerio” de Economía, que absorbía a las carteras de Producción y Agricultura. Desde entonces, todas las medidas del nuevo hombre fuerte del Gobierno apuntaron a favorecer a los sectores empresariales y financieros, mientras que la situación de trabajadores y trabajadoras empeoraba aceleradamente.

El llamado “dólar soja”, cuya primera etapa se aplicó entre agosto y septiembre, fue un tipo de cambio diferencial (pagando el dólar a $230 en vez de los oficiales $140) para incentivar a los productores que especulaban guardando los granos en sus silobolsas a liquidarlos, garantizando así un importante ingreso de divisas para las reservas del BCRA. La medida logró que el Estado compre más de 6.600 millones de dólares, pero pagándolos muy por encima de los precios oficiales para luego vendérselos al precio oficial a las empresas que los necesitaban insumos importados. Así, esta estrategia de comprar caro y vender barato, beneficiando a sojeros e industriales en cada uno de los movimientos, logró que el país “sobrecumpliera” los objetivos fijados por el Fondo.

Aunque algunos datos macroeconómicos de los años 2021 y 2022 dan cuenta de una recuperación económica (en inversiones, productividad, uso de capacidad instalada en la industria, exportaciones e incluso empleo, que ya están por encima de los meses previos a la pandemia), ello no se tradujo en mejoras concretas para quienes vivimos de nuestro trabajo. Con una inflación que llega al 100% en doce meses, el poder adquisitivo de los salarios se pulveriza y vuelve incumplibles las promesas oficialistas de paritarias que superen el incremento de los precios. A esta clave fundamental del ajuste indirecto vía inflación, se suman elementos muchos más directos, como la quita de subsidios al transporte o a los servicios públicos. En cuanto al trabajo, si bien los fríos números muestran una baja del desempleo, lo cierto es que la creación de nuevos puestos en el sector industrial sigue estancada, con aumentos sólo en el empleo público, el monotributismo o la lisa y llana informalidad laboral, lo que habla de una creciente precarización del trabajo en el país.

En ese marco de riguroso cumplimiento de las medidas de ajuste ordenadas por el organismo de crédito internacional, mientras no se dejaba a ninguno de los grandes actores del campo, la industria o el comercio sin beneficios extraordinarios, Massa envió al Congreso un proyecto de Presupuesto 2023 que establecía una serie de fortísimos recortes en áreas clave de la economía. En comparación con el presupuesto 2022, las únicas partidas que crecieron fueron las destinadas al Ministerio del Interior (en un 33,3%, por ser el encargado de organizar los comicios en este año electoral), los Servicios de la deuda pública (18%) y las Obligaciones a cargo del Tesoro (13,9%). Todo el resto sufrió recortes de diversa magnitud, destacándose, no casualmente, los de Cultura (-11%), Desarrollo Social (-14%, en sintonía con la fuerte ofensiva política contra las organizaciones sociales), Mujeres, género y diversidad (-14,8%), Educación (-15,5%), Ambiente y desarrollo sostenible (-15,8%), Transporte (-17,3%), Salud 19,2%) y Turismo y Deportes (-26%). Está clarísimo el orden de prioridades. Con algunas pequeñas modificaciones, esta propuesta de ajuste brutal sobre los sectores populares fue aprobada en el Congreso por amplia mayoría.

Pero el carácter fuertemente disciplinador de una inflación que no para de carcomer los ingresos y nos exige cada vez más horas de trabajo para garantizar la subsistencia, sumado a los habituales sesgos comunicacionales de medios oficialistas y opositores, logró que estos recortes no generaran grandes reacciones sociales. Con los gremios embarcados en una constante lucha por la actualización paritaria para alcanzar a la inflación y los principales referentes de la Confederación General del Trabajo (CGT) bancando explícitamente a Massa, los únicos actores que tomaron la calle en los últimos meses fueron las organizaciones sociales, embarcadas en una lucha heroica y sin tregua contra los ataques de la ministra Victoria Tolosa Paz sobre los beneficiarios de planes sociales. Oficialismo y oposición no sólo comparten acuerdos en cuanto al pago de la deuda con el FMI o la necesidad del ajuste sino que también los hermana el odio estigmatizador contra “lxs piqueterxs”.

La política en un año electoral

Una de las características más notables del momento es que este escenario de profunda crisis económica, con niveles de pobreza e indigencia propios del 2001 y un reparto cada vez más desigual de los beneficios económicos, no se traduce todavía en una crisis política abierta, con grandes expresiones de lucha sectoriales y callejeras. Más bien, la larga crisis nacional viene generando un fuerte desánimo y una apatía cuya característica más evidente es la decepción de la base social del gobierno del FdT (que se expresó en un importante ausentismo en las elecciones de 2021, entre otras manifestaciones), pero que también se refleja en la continuidad de un importante sector de derecha alineado con Juntos por el Cambio. Esto se complementa con en el surgimiento de una extrema derecha radical que supo canalizar las mayores decepciones sociales (ante las incumplidas promesas de mejoría del Gobierno pero también ante lo que otros sectores evaluaron como centrismo y tibieza de la oposición cambiemita que no logró “borrar” al peronismo del mapa electoral) e instalarse hasta en los barrios más populares.

El clima de desmovilización que el actual gobierno contribuyó a generar desde inicios de 2018 con la consigna electoralera de “hay 2019” sigue plenamente vigente, con la consecuente ausencia de la CGT y apenas tibias convocatorias a marchar contra la Corte Suprema o en defensa de la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner tras el atentado que sufrió. Por supuesto que en ese contexto tampoco la izquierda ha logrado torcer la dinámica y marcar una nueva agenda social. Apenas las organizaciones sociales, particularmente las organizadas en la Unidad Piquetera y la Coordinadora por el Cambio Social, vienen sosteniendo una práctica de organización y movilización constantes.

Pero siendo 2023 un año electoral pueden abrirse distintos escenarios. Aunque la realidad política es dinámica y no se puede considerar ya derrotado al oficialismo, lo cierto es que resulta muy difícil imaginar un escenario en el que el peronismo pueda revalidarse en las urnas, especialmente si continúan fracasando las estrategias antiinflacionarias y el poder adquisitivo de los salarios continúa deteriorándose a esta velocidad. Así la pregunta central para definir escenarios sería por la magnitud de la derrota oficial.

Una alternativa, entonces, podría ser la de una alternancia entre las dos coaliciones principales, como es habitual en otros países. Es decir, un contexto de derrota pero sin debacle del peronismo que le permita replegarse sobre sus espacios tradicionales (provincia de Buenos Aires, intendencias, etc.) mientras prepara su regreso para 2027. Esta alternancia de partidos o alianzas que no difieren demasiado en sus programas es el sueño histórico de grandes sectores de la clase dominante, que no ven tanta diferencia entre un Massa y un Horacio Rodríguez Larreta (expresión de los sectores más “moderados” de JxC). Pero no está descartado un escenario en el que el peronismo pierda con mayor contundencia, generando un cambio más profundo del sistema político y algunos hechos históricos como que el peronismo no logre esa mayoría en Senadores que sostiene desde 1983.

Pero la oposición tampoco está libre de profundas internas. Hoy el debate principal se sitúa en torno al “plan bomba”, una apuesta sobre todo del macrismo que busca generar una corrida o crisis económica que haga fracasar los planes oficiales de ajuste controlado y abra las puertas a un estallido que obligue al actual gobiernos a realizar un ajuste mayor y devaluar. Asumir en ese contexto les facilitaría a Juntos por el Cambio las cosas para una política de “shock”, con las reformas estructurales, los tarifazos y el disciplinamiento social que añoran desde siempre.

A esa apuesta desestabilizadora podrían adscribir también las derechas libertarianas locales, pero con la contradicción constitutiva de que cualquier acercamiento a sectores de la “casta” política les genera un desplome en su intención de votos, por lo que las alianzas con Macri o Patricia Bullrich no les resultan tan sencillas. A pesar de que en los últimos meses el fenómeno Milei parece haberse desinflado, por una cierta reubicación mediática, por escándalos internos y por una gravísima falta de desarrollo territorial a nivel país, sin dudas va a ser un actor relevante en términos electorales, sobre todo en el caso de un “empate” parcial entre oficialismo y oposición en las PASO.

Pero el plan de tierra arrasada no cuenta con apoyo unánime, no sólo por lo potencialmente incontrolable de un escenario así sino porque hay grandes sectores de la producción y las finanzas que ven importantes negocios en el horizonte cercano, que podrían volatilizarse con el estallido. La dinámica internacional de aumento de precios de las commodities y de la energía podría jugar a favor del gobierno que primero capitalice las inversiones en el litio o en el megayacimiento de Vaca Muerta, que podrían transformar a nuestro país en exportador neto de energía, aliviando el histórico problema de divisas. Estos sectores apuestan a una transición ordenada, en el que el FdT les entregue el poder amablemente. En relación con esto, también vale la pena preguntarse qué rol jugaría el peronismo ante un nuevo gobierno de JxC. ¿Va a nuevamente “respetar la gobernabilidad” y a garantizar el orden, como hizo durante toda la administración de Macri o algunos de sus sectores se sumará a la resistencia y a la lucha callejera?

En cualquier caso, el ganador de las elecciones deberá afrontar un escenario muy difícil, ya que en 2024 y 2025 se concentran impagables vencimientos de la deuda. Y la inflación no va a desaparecer de un día para otro, por lo que cualquier plan de estabilización requeriría de un durísimo plan de ajuste ante el cual Argentina podría reaccionar, retomando sus mejores tradiciones de lucha social, y sumarse a los ciclos de la rebelión latinoamericana (como en Chile, Perú o Colombia).

Las izquierdas en el año electoral

Aunque desde Poder Popular no tengamos representación política propia, el año electoral exige definiciones, ya que la cuestión va a dominar el debate público durante buena parte de este año. En ese sentido, vemos difícil que en los próximos meses se abra alguna opción mejor para la militancia de izquierda que el apoyo electoral a las listas del Frente de Izquierda y los Trabajadores-Unidad (FIT-U). Por supuesto, consideramos que este frente debería salir de sus inconducentes disputas internas, construir un canal político amplio para oponerse al ajuste y buscar tanto una ampliación real del espacio (incluso hacia sectores que puedan romper con el Gobierno) como una intervención política que le permita constituirse como ejemplo de resistencia en este contexto de apatía generalizada.

Más allá de la convocatoria concreta al voto a la izquierda, creemos que va a ser fundamental una intervención que introduzca debates que las fuerzas políticas mayoritarias quieren evitar, sobre todo aquellos vinculados con la necesidad real de construir un muy amplio frente por la auditoria, la revisión y el no pago de la deuda externa o en torno a las nefastas consecuencias del modelo extractivista para los seres humanos y el medio ambiente de conjunto. Esto es especialmente crucial ya que la explotación de litio, de la megaminiería, de los hidrocarburos (en los yacimientos tradicionales, los no tradicionales como Vaca Muerta o incluso las plataformas off shore) constituye un acuerdo de fondo entre gobierno y oposición. Otro eje en el que las voces disidentes pueden ser clave es el vinculado con la seguridad y los peligrosísimos hitos que nos deja el punitivismo desaforado que hemos vivido en los últimos meses.

También será fundamental a lo largo de todo este año, la alianza con las organizaciones sociales que sostienen heroicamente la resistencia contra las intenciones oficiales de descargar el ajuste sobre los sectores más vulnerables de nuestra sociedad y la relación solidaria con las luchas de aquellos gremios que, superando el quietismo institucionalizado, salgan a luchar activamente por la recomposición salarial. En simultáneo, seguiremos participando activamente de las discusiones y eventos vinculados con la agenda feminista y de derechos humanos, así como apostando por las actividades culturales y de formación socialista, que consideramos indispensables. Y, sobre todo, por la organización, ya que la acción común para comprender mejor lo que pasa y construir colectivamente herramientas de lucha y resistencia es el único camino para empezar a poner en pie una alternativa radical a este presente de miseria, opresión y falta de alternativas políticas que entusiasmen.

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