Cristian Hermosilla
“Cesen los egoísmos, cesen los hegemonismos, cesen la insensibilidad, la irresponsabilidad y el engaño. Mañana será demasiado tarde para hacer lo que debimos haber hecho hace mucho tiempo.”
Fidel Castro, Cumbre de Río, 1992.
El 11 de diciembre se conmemoraron silenciosamente 25 años del acuerdo de Kioto, un hito en la lucha mundial contra el cambio climático. Pero aún más silencioso pasó el 50 aniversario de la Primera Cumbre de la Tierra, celebrada en Estocolmo en 1972 y el 30 aniversario de la Segunda Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, realizada en 1992. Estos tres acontecimientos están íntimamente relacionados y nos permiten comprender el camino recorrido por las políticas contra el calentamiento global.
Es conveniente expresar que estos acontecimientos impulsados por la Organización de las Naciones Unidas tienen defensores y detractores y, por lo tanto, diversas lecturas. La institucionalización de las políticas ambientales puede ser entendida como un mecanismo de cooptación y disciplinamiento por parte del poder hegemónico, o como una conquista de la lucha social. Lo cierto es que ambos posicionamientos están relacionados y convendría entenderlos como el resultado de una permanente lucha de relaciones de fuerza, con sus respectivos avances y retrocesos.
Ahora bien, la Primera Cumbre de la Tierra de Estocolmo de 1972 fue el corolario de décadas esfuerzos de sectores minoritarios de la sociedad civil, que alertaban sobre las consecuencias ecológicas del modelo civilizatorio fósil-industrial. Esto se retroalimentó con investigaciones y publicaciones que tuvieron gran impacto en la comunidad internacional, tales como “La primavera silenciosa” (Rachel Carson, 1962), “La bomba de tiempo” (Paul Erlich, 1968) o “Los Limites del Crecimiento” (Dennis Meadows, 1972).
Cierto es que la pobreza, la desigualdad y su vinculación con el modo de producción no fueron discusiones centrales en la Cumbre de Estocolmo, sino que imperó un enfoque ecologista, en pos de fomentar un crecimiento sostenible que armonizara el “desarrollo” con el cuidado del “medio humano” y los “recursos naturales no renovables”. Todos estos conceptos comenzaron a formar parte del vocabulario hegemónico, inaugurando un ciclo de discursos verdes por parte de empresas y gobiernos que se fue perfeccionando hasta nuestros días. Aun así, la creación del Derecho Ambiental Internacional y la aparición de la “cuestión ambiental” como política de estado en los países participantes (recordemos que Argentina crea su primer Secretaria de Ambiente en 1973), deben ser leídos como una conquista de la lucha social.
Recién en 1992 se concretó la Segunda Cumbre de la Tierra, la cual tuvo sede en Río de Janeiro. Los 20 años que pasaron entre ambos eventos vieron acrecentar la crisis planetaria y, a su vez, el crecimiento mundial de las organizaciones en lucha contra la energía nuclear, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de la capa de ozono y el cambio climático. Pero a pesar de la innegable vinculación entre modelo de desarrollo económico y la crisis socio-ambiental, el naciente oxímoron “desarrollo sostenible” permeó el enfoque de esta cumbre post caída de la URSS.
El discurso de Fidel Castro fue, quizá, el momento de mayor claridad política de Río-92, aunque los resultados posteriores no han permitido vislumbrar, hasta la fecha, un horizonte esperanzador. Aun así algunos puntos destacables de la cumbre fueron los avances en materia de Derecho Ambiental Internacional, propiciando el “Principio de Precaución”, hoy presente en la Ley General de Ambiente de Argentina y el “Derecho a la información, a la participación y a la justicia en asuntos ambientales”, que en América Latina va a dar lugar al Acuerdo de Escazú.
Pero quizá lo más sobresaliente haya sido la creación de la Convención para el Cambio Climático, que dio inicio a las Conferencias de Partes (COP – Conference of the Parties), que desde 1995 se reúne anualmente para establecer políticas en pos de mitigar el cambio climático, fundamentalmente a partir de estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera.
El protocolo de Kioto, el golpe financiero para el mercado del carbono
Luego de las COP 1 y 2 reunidas en Berlín (1995) y Ginebra (1996) respectivamente, la COP 3 reunida en Kioto en 1997 marcó un hito al generar el primer acuerdo internacional con obligaciones jurídicamente vinculantes entre los países firmantes. Se acordó que la temperatura promedio del planeta no debía superar los 2ºC respecto del período preindustrial. Para ello, el “Protocolo de Kioto” estableció que los 37 países con mayor desarrollo industrial del planeta debían reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en un 5% respecto a los índices de 1990, en el lapso 2008-2012, luego ampliado a 2020.
Claro que la no ratificación de los dos principales emisores, Estados Unidos y China, fue vista como un gran golpe para la consecución de las metas. Pero la realidad es que las metas nacieron como una farsa, aún con la hipotética inclusión de estas dos potencias. Y es que el hecho más significativo fue la creación del mercado de carbono en el seno mismo de la COP, obra del poder de lobbie de las multinacionales, que lograron hegemonizar sus intereses.
Así, hasta el día de hoy, las empresas tienen la posibilidad realizar compensaciones de carbono en caso de sobrepasar las emisiones acordadas, por ejemplo invirtiendo en proyectos de forestación en los países del Sur Global. Esta compensación se divide en dos mercados diferentes, uno regulado, donde los gobiernos ponen las reglas de compensación, y otro voluntario, que permite a las empresas buscar voluntariamente los proyectos en los cuales invertir (por ejemplo, un proyecto puede ser generado por un empresario terrateniente en Patagonia que propicia el monocultivo de pinos). Entes privados (como Verra, Green-e, Gold Standard) certifican la cantidad de toneladas de dióxido de carbono que cada proyecto de forestación toma de la atmósfera. Cada una de estas toneladas permite emitir un certificado (Unidad de Carbono Verificada) que comúnmente se denominan “créditos de carbono”. Una vez que estos proyectos son certificados, sus propietarios pueden vender “créditos de carbono” a las empresas emisoras de CO2. Las empresas contaminantes a su vez compran créditos de carbono en el equivalente a las toneladas que emiten a la atmósfera. Negocio redondo en lo que también se conoce como “soluciones basadas en la naturaleza”.
De esta manera Kioto significo una escandalosa victoria del mercado financiero y un catastrófico golpe que hace peligrar la supervivencia de la vida humana y no humana. Demás está decir que la verificación y la evaluación de los resultados también han pasado a ser una farsa, una maraña de mecanismos que permiten la evasión y los fraudes de todo tipo.
Las COP que sucedieron a Kioto no hicieron más que perfeccionar estos perversos mecanismos. Por ejemplo a partir de la COP 11 de Montreal (2005) el mecanismo pasó a denominarse REDD+ (Reducción de Emisiones por Reducción y Degradación de los bosques), que entraron en vigencia a partir de 2020 con el Acuerdo de París (COP 26). Noviembre de 2022 vio pasar la COP 27 de Egipto en silencio y con pronósticos sombríos por parte de la comunidad científica. La influencia de la industria de los combustibles fósiles es cada vez mayor, a tal punto que las diplomacias oficiales de Rusia y Arabia Saudita, por citar un ejemplo, amenazaron con frenar las conversaciones si en el texto final de la COP 27 se mencionaban los combustibles fósiles.
A 25 años del acuerdo de Kioto las relaciones de fuerza financieras parecen haber dado un golpe que parece irreversible. Las organizaciones ecologistas, esas mismas que (en parte) promovieron estos espacios multilaterales de negociación, y todas aquellas formas de organización social que planteen una alternativa al actual modelo civilizatorio, deben reorganizar sus estrategias y establecer nuevas formas de enfrentar el duro desafío que significa pelear contra la extinción.