La caída del muro de Berlín, ocurrida un día como hoy de 1989, marca el inicio del fin de la experiencia de la Unión Soviética y, según algunas corrientes historiográficas, del siglo XX en su conjunto. El singular evento ocurrido en Berlín fue canonizado como una épica del capitalismo neoliberal abriéndose paso frente a un socialismo vetusto, en un escenario presuntamente definido por la ausencia de alternativas. ¿Pero fue esto así?

A finales de la década de 1980 la economía soviética atravesaba un período de estancamiento prolongado, lastrada por el peso de la carrera armamentística y espacial con el campo capitalista. Por otro lado, la dominación social ejercida por la burocracia comunista dejaba poco lugar a nuevas iniciativas que revitalizaran el ciclo económico. Para enfrentar estos dilemas, el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) Mijaíl Gorbachov elaboró dos políticas de apertura política y económica: la Glasnot y la Perestroika. La primera se puso en marcha en 1985 e intentó restarle poder al aparato burocrático, relajando su control sobre los medios de comunicación y la censura, lo que permitió visibilizar el gran descontento popular contra los privilegios del funcionariado. La segunda se inició en 1987, buscando “liberar” a las fuerzas económicas de la estricta planificación centralizada y responder de alguna manera a las protestas populares (cada vez más influídas por las imágenes del consumo occidental) contra productos de mala calidad y con casi nula variedad. Esto generaba un creciente contrabando hormiga de productos como jeans, artefactos electrónicos o discos en vinilo, que llevó a algunos historiadores a plantear que el fenómeno fue decisivo en la dinámica de insatisfacción popular que concluyó en el alzamiento que volteó el muro. Además, la política de la Perestroika habilitó una fuerte acumulación privada y el surgimiento de desigualdades antes inexistentes.

Sin embargo, también existió un movimiento autogestionario que intento abrirse paso con las oportunidades que ofrecían algunos elementos de estas nuevas políticas, como la cogestión obrera como forma de control sobre los directores de empresas. Esto no llegó a buen puerto, ya que las tradiciones sindicales en toda la URSS se habían debilitado, en parte por el ferreo control estatal. De todas maneras, hubo fuertes huelgas contra el nuevo modelo económico, que ya vislumbraba un giro de poder hacía el mercado y el fin de las protecciones sociales amplias que gozaba todo ciudadano de la URSS. Tampoco hay que desconocer el peso de la fuerte campaña católica contra el bloque soviético. La elección en 1978 de Juan Pablo II como Papa (el primero no italiano en la historia de la Iglesia romana) no será en absoluto casual, como tampoco lo será el hecho de que su primera visita internacional sea a su Polonia natal (el primer país de Europa oriental visitado por un Pontífice), donde instó sutilmente a los fieles a defender la fe y a luchar contra un régimen que defendía el ateísmo. La intervención papal, con apoyo del presidente estadounidense Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher, principales voceros de una ofensiva reaccionaria contra el Estado de Bienestar y las organizaciones gremiales, da cuenta de un mundo en profunda transformación en el que el neoliberalismo comenzaba a imponer globalmente sus principios económicos y políticos. La caída del Muro entonces debe comprenderse como el triunfo dentro de la misma Unión Soviética de una política de liberalización que, como suele suceder, fue presentada como renovadora pero que terminó siendo conducida por sectores pro restauración capitalista (que además se beneficiaron personalmente de las privatizaciones amañadas).

Las sucesivas encuestas realizadas en todo el territorio de la ex URSS revelan al día de hoy una “añoranza” de aquellos años en los que el Estado ejercía un paralizante control de la vida social al tiempo que garantizaba una vida casi con desempleo y hambre cero y con beneficios sociales y de salud difícilmente alcanzables en una economía capitalista. El final de la URRS, simbolizado en la fecha que hoy recordamos, no fue entonces el destino inevitable del proyecto socialista, sino el resultado de un mundo en transformación y de una puja de poder dentro del Partido Comunista en la que triunfó una capa burocrática que apostó por una transición salvaje al neoliberalismo y se hizo millonaria en el proceso. De alguna manera, China (con todas las críticas que podamos hacerle al actual “socialismo con caracteristicas chinas”) prueba que podía no haberse elegido el camino de la adaptación acrítica a la oleada neoliberal que estaba conquistando el mundo a fines de los 80. Recuperamos hoy entonces no solo una efeméride sino también un vistazo a los futuros posibles de una de las revoluciones más grandes de la historia, que hasta 1989 habilitaban la imaginación de un socialismo que pudiera constituirse como alternativa viable, efectiva y concreta a la barbarie capitalista.

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